jueves, 31 de mayo de 2012

En los libros todos amamos a los grandes villanos





Me gustan los villanos del siglo XIX. Una debilidad que tengo, qué le vamos a hacer. Me fascinan esos personajes elegantes, odiosos, rencorosos, inteligentes, morbosos, inadaptados, peligrosos... Me gustan tanto que a veces deseo que venzan al héroe de la historia. Así de miserable es una. Porque los héroes del XIX tienden a ser aburridos. Y los villanos nunca lo son. Los héroes no tienen taras. Todos son hermosos, buenos, inteligentes, abnegados. Dolientes. Sufren por causa del destino y a veces pretenden que sea el propio destino quien decida que ya han sufrido lo suficiente y ahora les toca recoger todo lo bueno del mundo. Como eso no suele ser así, eso no pasa, pues este tipo de héroes no me llena. Pero los villanos. Qué decir de ellos sino que están llenos de pasión. Pasiones malas, enfermizas, pero pasiones en suma. Son los villanos los que crean la historia en su empeño por fastidiar al héroe. Y es gracias a esa maldad infinita que destilan que espolean al héroe, lo sacan a duras penas de su letargo y consiguen que alcancen la gloria. Sin nuestros supervillanos, nada de esto habría sido posible y los superheroes decimonónicos se habrían pasado la vida gimoteando o llevando una vida regalada que nunca habrían sabido valorar. Así que, efectivamente, es la existencia del villano la que posibilita la existencia del héroe y nunca jamás al revés. ¿Y acaso el héroe lo agradece, es al menos consciente de ello? En absoluto. Nuestro villano acabará mal, sus días están contados, no habrá perdón posible. Y si acaso lo hubiera, el villano no lo aceptará y pagará la cuenta. El héroe recibirá todos los parabienes e incluso acabará mejor de lo que jamás habría soñado. Pero nunca sabrá (porque es simple, no piensa) que es precisamente a aquel que quiso destruirle a quien le debe toda su fortuna.

El Conde de Montecristo (Alejandro Dumas) es ese novelón que se lee como agüita fresca un día de verano. Nuestro héroe, Edmond Dantès. Súper-villanos tenemos tres: Fernando Mondego (conde de Morcef), Gerard de Villefort (procurador real) y Danglars (barón). La novela empieza con Edmond Dantès volviendo a Marsella, donde se encuentra con su familia y sus amigos. Nuestro héroe está a punto de recibir una promoción a capitán, y también de casarse con Mercedes, su bellísima novia española. Sin embargo, Dantès, que no se entera de nada, no se da cuenta de cómo su fortuna afecta a los que él considera sus amigos. Danglars, el jefe de cargamento se muere de envidia por la promoción de Edmond, y Fernando, que es primo de Mercedes, la ama de manera enfermiza. Un  villano nunca aceptará no conseguir lo que desea, así que en vez de aceptar la suerte de Dantés y luchar por conseguir la propia, traman un plan para destruir al héroe. Cierto es que la cobardía y el poco lustre que tienen estos malvados es grande. No se hacen las cosas así. Y es que escriben una carta anónima acusando a Edmond de bonapartista. Nuestro héroe es arrestado el día de la boda y llevado ante Villefort, sustituto del procurador del rey. Aunque Villefort se convence enseguida de la inocencia de Edmond y está a punto de dejarlo en libertad, descubre que el destinatario de la carta no es otro que su propio padre, Noirtier, un importante bonapartista. Sin embargo, y aquí hay que agarrarse a la silla, el hijo ha denunciado a su padre para mejorar sus relaciones con el actual régimen realista, y un resurgimiento de las especulaciones sobre su verdadera lealtad podría dañar irrevocablemente su carrera y evitar su inminente boda con una conocida familia aristocrata... Para enterrar este secreto, Villefort envía a Edmond a pudrirse indefinidamente en el Castillo de If (otro de los motivos por los que se me cae la baba con estos novelones es por lo bien que sabían antes poner nombres: Dantés, Danglars, castillo de If... la imaginación se alza, vuela, intentando alcanzar lugares como este).  Unas 700 páginas después todo vuelve a su sitio. Pero hay momentos en los que no crees que eso sea posible. ¿Qué le debe Dantés a Villefort o a Danglars? Pues está clarísimo: le debe todo. Dantés nunca habría llegado a saber quién es si desde el primer minuto de su existencia todo le viene rodado. Es en la desgracia cuando él descubrirá su verdadero yo. Y sólo entonces sabrá de qué es capaz. Y además, Mercedes no era para tanto: Gracias a su desgracia conocerá al verdadero amor de su vida.



En Los Miserables, Víctor Hugo hará perseguir a su protagonista durante dos tomos por haber robado un trozo de pan para dar de comer a sus sobrinos que llevaban días sin probar bocado. Nunca, nunca, nunca en la historia de la literatura un robo ha dado para tanto. Nunca, nunca, nunca en la historia de la literatura se ha podido estar más del lado del protagonista. Nuestro héroe es, por supuesto, Jean Valjean. Nuestro villano, el  Inspector Javert, policía y guardia de prisiones. Jean Valjean es el símbolo de todos los oprimidos y miserables de la tierra; Javert, de lo terrible que es obsesionarse en el cumplimiento del deber. Javert es guardia en la prisión de Toulon durante la época en que Jean Valjean cumple condena. Veinte años pasará en prisión: a lo que le cae por robo va sumando años el hecho de que intente escapar constantemente. Finalmente lo consigue y el arzobispo (con el que arranca la historia pero del que no he hablado porque como tenga que hablar de todos los personajes me falta texto) le acoge en su casa. Su vida va a cambiar. Descubrirá que solo puede ser feliz haciendo el bien. Y que, increíblemente, hay personas que devuelven bien por mal. Valjean, al ser un prófugo, tendrá que cambiar de identidad. Pero hay una espada sobre su cabeza. Es inevitable: años más tarde héroe y villano se volverán a encontrar. Valjean trata de ignorarlo y Javert, en ese momento, cree reconocerlo. A partir de entonces comienza a perseguirle. La caza durará años, durante los cuales Javert va cambiando la imagen que tiene de Valjean, que va pasando por todos los matices posibles que van desde  el  "delicuente sin escrúpulos" a "alguien capaz de hacer el bien". Finalmente está en disposición de atraparlo, pero el ex convicto le salva la vida. Frente al dilema de hacer algo legal pero inmoral, Javert opta por la solución más difícil de todas. Y es que una vez que uno se decide por la villanía no habrá perdón del cielo... 



Repugnate, retorcido, maligno. Así es el villano de los villanos de Dickens, y ya es decir, porque el señor Dickens describió a muchos. Hablamos de Daniel Quilp, el mega-malvado de La Tienda de Antigüedades. Enano, deforme, jorobado, feo, de aspecto sucio y con mirada malignísima. Así nos lo pinta el autor. A Daniel Quilp lo encontraremos persiguiendo a a joven y virtuosa Nell y a su abuelo por media Inglaterra. El abuelo, del que no se nos dice su nombre, posee una tienda de antigüedades en Londres. Desea ganar más dinero para poder legárselo a Nell, pero lo pierde en el juego. Desolado, le pide un préstamo a Quilp, que no dudará en hacérselo pagar con creces: se quedará con la pequeña tienda y echará de ellas al abuelo y a la nieta. El abuelo sufre un colapso nervioso que le deja enajenado y Nell se lo lleva lejos, dedicándose a mendigar para poder comer. Pero no acaba ahí la cosa. Convencido de que el abuelo ha labrado una fortuna para Nell, su terrible hermano Frederick convence al influenciable Dick Swiveller de que le ayude a buscarla, insinuándole que la casará con ella y repartirá la fortuna. Unen sus fuerzas a las del Quilp, quien sabe bien que de fortuna, nada de nada. Pero es tal su malvada naturaleza que decide participar para regodearse en esa miseria... Hay que leerla. No dejan de pasar cosas constantemente, el corazón se te encoge  a cada momento, te levantas de la silla clamando al cielo... Dickens es un mago de las palabras y la emoción. Y en esta  Tienda de Antigüedades se lo tuvo que pasar muy bien imaginando las futuras reacciones de sus lectores. Porque esta es una novela publicada por entregas, y la gente en masa estaba tan enganchada a la trama que en la bahia de Nueva York se apiñaban para preguntar a gritos a los barcos que traían la última entrega qué pasaba al final . El espectáculo tuvo que ser de traca: el final es un poco como para ir a casa de Dickens y pedirle explicaciones... Se da la circunstancia de que la ley norteamericana protegía sólo a los autores nacidos en aquel país. Por lo tanto, cualquier editor podía publicar las obras de Dickens sin soltarle un dólar. Lo mismo pasaba en las narraciones por entregas que aparecían en los  periódicos, como esta Tienda de Antigüedades. Dickens, que se sentía insultado, perjudicado económicamente e injustamente tratado, denunció esta situación. Por supuesto, no le sirvió para otra cosa que para ser tildado de codicioso por la prensa norteamericana. Así que pienso que el final de esta tienda de antigüedades igual es un "ahí va eso", sabiendo, mientras lo escribía, que no iba a ser él el único en llorar.  



Por Rita Sánchez.

1 comentario:

Hierbabuena dijo...

Como siempre "chapó"....