jueves, 26 de septiembre de 2013

En los libros todos amamos el final del amor.


El amor es eterno mientras dura. Esa es la paradoja absolutamente cierta en la que el ser humano cae una y otra vez. Hay un verso de Neruda que la explica: "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos". No hay más. Las personas cambian, y resulta milagroso que en sus respectivas evoluciones, dos personas que se quieren puedan seguir amándose hasta el final de sus días. Y los milagros son eso, acontecimientos inexplicables por las leyes naturales. Por lo tanto, lo habitual es que el amor se acabe. Y lo que suele dejar tras de sí es un agujero negro lleno de podredumbre, reproches, dolor, amargura. Nada más aterrador que mirar un día a quien lo fue todo y no ver nada. Sobre la pérdida del amor se ha escrito mucho, pero ojo, hay que estar muy bien armado para enfrentarse a algunas páginas (gloriosas) que deberían estar escritas en piedra porque dicen la verdad, advierten de ella, y lo hacen sin vendas y sin respuestas. Hay que haber sufrido mucho para atreverse a plasmar sentimientos tan dolorosos. Si hablar del amor es muy difícil porque lo habitual es caer en el sentimentalismo y la cursilería, hablar de su pérdida es brutal, porque es hablar del horror de morir y seguir vivo. 

La señora Dorothy Parker escribió mucho y escribió muy bien. No es amable, no te deja una sonrisa al final de la lectura de (casi) ninguno de sus cuentos. Pero es muy grande. Una lúcida de las que no abundan. En 1933 escribió "Gloria en pleno día" y en su lugar podría haber pegado un puñetazo en el estómago: el resultado es el mismo. Uno de los motivos por los que se acaba el amor es por falta de cuidado. No basta con que uno de los dos tire del carro. La pareja, o va junta o no va. Por lo tanto, cada miembro debe interesarse por el otro, cuidar al otro, escuchar al otro. "No es demasiado amable estropearle a uno el entusiasmo por algo", le dice la protagonista de este cuento a su marido. Y es que ella, como bien nos dice, no ve a nadie, no oye a nadie. Es un ama de casa acomodada que sueña con poder estar a la altura de las personas que cree más grandes de este mundo: las del cine. Y que vive con un marido huraño, gris, que no es que la desprecie, es que es incapaz de hablar con ella si no es para hacerla sentir ridícula. Por eso, cuando ella, tras una tarde inenarrable al lado de una gran actriz vuelve feliz a su casa, feliz porque entiende que el glamour, las bambalinas pueden ser solo oropel con el que tapar miserias y se muestra contenta, conforme con su vida sencilla, ve destrozado su corazón al no encontrar nada más que indiferencia y crueldad en esa casa, con ese compañero. Y van a seguir juntos, claro. Él no verá mayor problema. Ella sabe desde esa misma noche que la felicidad le va a ser negada para siempre. 




Nunca leer a Raymond Carver si se está deprimido: la catástrofe está asegurada. Tanto si lees sus cuentos completos o si los lees podados por su editor, Carver es una pistola en la cabeza. En Belvedere nos presenta a una pareja que sabe que todo ha terminado entre ellos. Una persona puede decidir dejar sus sueños a un lado para crear un hogar. Bien. Puede que sus sueños fueran demasiado irreales, puede que no los soñara lo suficiente, puede que le diera miedo incluso que se cumplieran. Esos mismos sueños también pueden servir de excusa para emponzoñar una relación y culpar al otro de la infelicidad propia. Los sueños son peligrosos. Pero uno bien puede aceptar una vida gris, sin grandes alegrías ni muchas penas. Una vida alejada de la gloria soñada (es muy peligroso pensar que por ser guapa se tiene derecho a que te hagan feliz). Pero si un buen día te levantas y te descubres trabajando en "un hotel con una piscina vieja y sucia en la parte delantera" y te enteras de que tu pareja está enamorado de otra persona, tu vida está destrozada. No es que haya habido una infidelidad: la infidelidad se supera, y superada estaba. Es que lo inimaginable ha sucedido: han dejado de amarte. "Algo ha muerto en mi. Ha tardado mucho en morir, pero ha muerto. Has matado algo, es como si lo hubieras cortado con un hacha. Ahora todo es porquería". Abrir los ojos y solo ver el abismo. Eso es descubrir que la persona a la que quieres hace tiempo que dejó de amarte. 


Richard Yates, autor de la hipnótica “Vía Revolucionaria” (que se lee como se mira un accidente de coche) es dueño de un puñado de personajes e historias centradas en la autodestrucción. Estamos ante uno de los escritores que menos se autocensuran y que menos compasión muestran para retratar a sus personajes. No les juzga. Les pinta tal y como son. Tristemente, tal y como somos: Una mezcla de mediocridad, hipocresía, autocompasión y autoengaño. Que también tenemos nuestro lado bueno, claro que sí, si no nos habríamos extinguido hace tiempo. La lista de escritores deudores de Yates es tan grande, que dudo que haya un solo novelista estadounidense que aspire a construir la gran novela americana que no le haya leído del derecho y del revés. En “Jóvenes corazones desolados” nos presenta al joven y ambicioso Michael Davenport, quien regresa tras combatir en la Segunda Guerra Mundial. Recién casado con Lucy, una adorable mujer con una pequeña fortuna, las expectativas para triunfar en la vida son inmejorables. ¿Qué hará imposible la felicidad? El paso del tiempo, la destrucción de los sueños, el sentirse merecedor de una fama y fortuna que nunca llegan, la conciencia de la propia mediocridad. Para Yates, el ser humano está condenado al dolor. Y ni siquiera ser conscientes de ello lo alivia.



 Por Rita Sánchez.

1 comentario:

Luis dijo...

Magnífico artículo Rita, como siempre.